Tres - Antonio Dal Masetto

Tres son los protagonistas de esta historia: un sargento del ejército, un soldado, una bala de FAL.
         El sargento se llamaba Nuñez. No era diferente de otros sargentos y sólo se destacaba por la tenacidad con que, desde hacía años, había emprendido una campaña personal contra todo lo que le oliese a cultura. Tenía sus teorías y estaba dispuesto a exponérselas a cualquiera que quisiese escucharlo. Y a quien no quisiese, también. De eso podían dar testimonio los conscriptos que, siendo estudiantes, tenían la mala suerte de caer en sus manos. Había palabras que al sargento Nuñez lo ponían nervioso. Educación, universidad, libros, eran algunas de las más incendiarias. En su imaginación alerta, adquirían un significado análogo a lo que debieron ser los términos herejía y demonio para un inquisidor medieval. Por lo tanto, actuaba en consecuencia. Y cuando el sargento Nuñez se incendiaba convenía no estar cerca. 
         El soldado Guarini era uno de los tantos conscriptos que en 1982 habían sido llevados a morir a las islas del Sur. Fue designado como centinela en el cuartel general de Puerto Argentino. Aparentemente un destino menos cruel y peligroso que otros. Pero nada era fácil. Corrían rumores que en la isla había ingleses infiltrados. Rodeados de confusión, librados a sí mismos, desprovistos, entre otras cosas, de santo y seña, a los soldados les resultaba imposible saber si el que se acercaba era un compatriota o un enemigo. Así que habían creado su propio sistema de protección. Después de la voz de alto, formulaban tres o cuatro preguntas que, suponían, ningún argentino podía ignorar y solamente un argentino podría contestar. Preguntaban, por ejemplo, de qué color era la camiseta de Boca, a qué ciudad se la llamaba el Jardín de la República, quién era el zorzal criollo, quién había creado la bandera. A este precario método confiaban la seguridad de sus vidas. 
         El anochecer que el sargento Nuñez paró el jeep cerca del cuartel general, llovía. Bajó y avanzó en el barro con paso firme hasta que lo detuvo la voz de alto. Frente a él, en la luz escasa, se desdibujaba la figura del soldado Guarini. Después, el sargento oyó la pregunta insólita: 
        —¿Quién fue el prócer sanjuanino que dijo: «Bárbaros, las ideas no se matan»?
        Perplejo, Nuñez no contestó. Guarini volvió a gritarle:
        —¿Qué es Juvenilia: una ciudad, un libro o una montaña?
        Nada. 
        Otra pregunta: 
        —¿Cómo se llama el poema gauchesco escrito por José Hernández?
        El soldado Guarini tenía, evidentemente, inclinaciones literarias. 
       Quieto en la lluvia y en el viento, el sargento callaba. Y, seguramente, no porque desconociese las respuestas. Aquel interrogatorio, aquellas preguntas, lo agredían, herían su dignidad. Su mutismo no se debía a ignorancia, sino a una cuestión de principios. Frenado por la obstinación y un viejo odio, el sargento Nuñez se mantuvo en silencio. Mientras tanto, Guarini  había levantado el arma y apuntaba.
         El disparo alcanzó al sargento en la mitad de la frente. La bala penetró hacía el cerebro y ahí inició un minucioso trabajo de destrucción. La bala arrasó con todo lo que se le puso por delante. Avanzó y destruyó, avanzó y destruyó. No dejó nada sin desintegrar. 
         La bala aniquiló las planicies donde se engendran las ideas, los remansos donde sobrevive la infancia, los ventisqueros donde estallan las iluminaciones, los estuarios donde florecen las leyendas, las ondulaciones donde se entrelazan el placer y el dolor, las riberas donde se acuñan los nacimientos, las salinas donde se desboca la locura,  las profundidades donde acecha el miedo, los cráteres donde conspiran las  culpas, los marismas donde fluyen premoniciones de épocas por venir, las turbulencias donde vigila la memoria de la especie, las fronteras donde dormitan remotas leyes no escritas, las ciénagas donde borbotean las infamias, los laberintos donde se traman los sueños, los surcos donde germinan la música y la poesía, los farallones donde merodean antiguas y misteriosas meditaciones, las cornisas donde relampaguea la libertad,  las islas donde se anula el transcurrir del tiempo, los socavones donde reptan  oscuras señales del destino, los osarios donde blanquean pequeños y grandes crímenes, las  caletas donde se reproduce el espíritu de aventura, los vórtices donde anidan los dioses, las alturas donde viven la esperanza y el asombro y la piedad y el amor y la voluntad. 
         Todo eso —y mucho más— hizo la bala antes de desviarse y detenerse junto al oído derecho. Y es probable que el sargento Nuñez no se haya enterado de nada.

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